A unos 4.000 metros sobre el nivel del mar, en las llanuras salinas de Coipasa y sobre las ruinas dejadas por las anteriores civilizaciones andinas, silenciosos pero sonrientes, los chipaya han logrado imponerse a un entorno hostil como pocos en el planeta, gracias a su inquebrantable fuerza de voluntad y, tal vez, a un secreto que guardan celosamente y que ningún antropólogo ha logrado desentrañar aún.
Texto y fotos Jacques Fletcher
Texto y fotos Jacques Fletcher
Contemplaba el árido paisaje por la ventanilla cuando me alertó el chirriar de los frenos. El ómnibus se había detenido en un páramo yermo. Descendí y miré, desolado, a mi alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Cómo llegaría a mi destino? Por fortuna, no muy lejos de mí observé a una indígena sentada junto al camino y rodeada de utensilios. Me acerqué a ella e inicié una conversación. «Sí, soy chipaya. Yo te llevo. Mi marido viene con su auto», me contestó en un pobre español.
Tras ocho horas de marcha, vi las siluetas de unas chozas. Aterido de frío, bajé del remolque. Un indio se acercó a nosotros y me ofreció un refugio para pasar la noche. A la mañana siguiente, desperté y salí en busca de mis anfitriones, pero en el exterior no había nadie. Seguí caminando hasta abandonar el conjunto de viviendas y corrí la misma suerte. Allí no había ni un alma.
Mis pasos me condujeron hasta el límite del desierto, donde divisé un grupo de putukus, las casas tradicionales con forma de cono. Quise acercarme más a ellas, pero me lo impidió la barrera natural de un río.
¿Qué hacía aquí?, pensé para darme cuenta que me interesaba conocer la sustancia que intervenía en sus rituales y que apenas se ha mencionado en los estudios antropológicos sobre los urus-chipaya.
Un hombre de mediana edad y vestido con el traje tradicional. Se presentó como Eloy Wal Walaqch´qay y me ofreció acompañarle a su casa. En el interior de la choza esperaban la mujer y la hija de Eloy. Me invitaron a sentarme y me ofrecieron un plato de sopa de quinoa.
PROFECÍAS SINIESTRAS
Pasé muchos días con mi anfitrión y su familia y tuve tiempo de hablar con ellos de multitud de asuntos. Y uno de ellos era poder preguntar a los ancianos y el putira (encargado de las tradiciones que cuida el templo chipaya). Y así lo hice dos días después. Eloy, intercedió por mí frente a los líderes y viejos. Me presentó ante un nutrido grupo de hombres y mujeres. Me hallaba ante una suerte de comité indígena que quería saber qué era yo y qué buscaba en el poblado.
–He venido a conocer sus medicinas tradicionales y su forma de vida. Vengo de muy lejos y lo que quiero conocer, sobre todo, es esa planta secreta que ustedes toman para conectar con sus muertos– contesté sinceramente, aún a riesgo de que me echaran del pueblo.
Hay otra cosa que nunca se ha escrito ni contado sobre los chipaya. Plantado ante esa junta inquisitiva, me percaté de que a cada pregunta que el putira me hacía, su mirada, y la de los otros hombres, se ladeaba indefectiblemente hacia las mujeres que asentían, o no, según mi respuesta. Me di cuenta en ese momento del alto contenido matriarcal que existía en esta sociedad tribal. Las mujeres mandaban tanto o más que los hombres.
MUERTOS «INQUIETOS»
Los días posteriores fueron muy tranquilos. Cierto día que vi a un anciano hechicero realizando prácticas adivinatorias arrojando un puñado de hojas de coca a un recipiente, pregunté a mi amigo si existía la posibilidad de que los cotopuchi (hechiceros) me dejaran ver algún ritual de unción a los muertos o cualquier otro que ellos practicaran. Eloy consiguió, finalmente, que accedieran a ello.
Fue con los ancianos con los que entablé una buena conexión. Estos me enseñaron varias técnicas curativas, pero poco de lo que yo deseaba conocer realmente. Con Eloy y el señor Anselmo, un hombre que ya habría cumplido los 90, conseguí finalmente adentrarme en el alma chipaya. «Antiguamente –comenzó a explicarme Anselmo–, los chipaya éramos hombres exclusivos. Practicábamos mucha magia. Con la sukarpaya (un antiguo saber que integra a los miembros del pueblo y les ayuda a mantener la relación de respeto entre hombre y naturaleza), el mundo se mantenía. Ahora, los hombres jóvenes no practican los ritos, se marchan y abandonan nuestro mundo antiguo».
–¿Qué relación tienen ustedes con sus muertos? ¿Qué son los muertos?– pregunté.
–Somos chullpapuchus, los descendientes de la gente más antigua de la tierra andina. Por eso, nuestros muertos conocen el comportamiento de cada hombre y mujer y son sus calaveras las que nos indican cómo vivir y ser. Si alguien ha sufrido un mal, acude a un yatiri (chamán de las calaveras de los antepasados) para que éste les dé indicaciones. Durante tres días, el yatiri cuida y ofrenda de q´oa (mesa ritual) al t´ojlu (calavera) y conversa con él. Nosotros nunca mentimos, porque ellos lo saben todo y podrían castigarnos. Si un chipaya ha robado, el difunto se le aparece y le obliga a devolverlo. Si no lo hace, enferma y muere. Nuestros muertos están vivos y se levantan de sus tumbas cada vez que alguien miente o hace maldad.
Lejos de abandonar la idea de que gran parte de las ideas indianas son mitos sin fundamento real, mis preguntas se encaminaron al lado contrario. Con los años, he sabido distinguir lo que para los indígenas no es más que un mito de algo que podría ser real en un sentido físico.
–¿Dice usted, Anselmo, que sus muertos salen de sus tumbas? ¿Pero salen de verdad?
–Sí. Lo hacen sólo cuando el yatiri los invoca. Sus cuerpos salen del camposanto y van a hablar con el malhechor. Nosotros seremos ellos cuando muramos.
–Pero usted, Anselmo, habla de que salen sus espíritus, sus almas incorpóreas….
–¡No! –me interrumpió– ¡Salen sus cuerpos unidos a su cráneo! Son nuestros tatarabuelos, nuestros abuelos, nuestros padres muertos. Las ánimas los mueven y son los guardianes del pueblo.
Me dejaron visitar el humilde cementerio municipal, de donde supuestamente «salían» estos cuerpos «incorruptos». En un páramo abierto, repleto de tumbas, divisé varios cráneos con las órbitas rellenas de algodón.
DROGAS MISTERIOSAS
Pero mi interés fundamental se centraba en la misteriosa sustancia que les pone en contacto con sus espíritus, y que yo sabía tomaban sólo en ocasiones muy especiales. Al preguntar por ella en la primera reunión que tuve con el comité de bienvenida, todos se sorprendieron mucho cuando la mencioné. Hasta aquel preciso instante, ese ingrediente secreto era una leyenda sin confirmar, un hecho nunca registrado oficialmente que, ahora, se revelaba ante mí gracias a su ingenua reacción.
Pero, si es tan secreta, ¿cómo sé yo eso?, se habrá preguntado el lector tanto como lo hizo el chipaya. Pues merced al escrito de un viejo explorador y aventurero italiano que puso sus pies en estas tierras hacia 1950, y que conoció de primera mano la extraña planta medicinal. Su nombre, Adriano Gatto, y el texto, apenas habla de los uchumataqu, limitándose a hacer un recorrido anodino por los sitios que visitó. Sólo existe un breve pasaje en el que hace mención al misterioso mejunje. Se puede deducir que es alucinógena, ya que el yatiri que le acompañó y tomó el brebaje frente a él, entraba en una especie de trance hipnótico que le puso en contacto directo con los mallku.
Fueron varias las semanas que pasé con los uchumataqu, pero, a este respecto, siempre me encontraba con la misma respuesta: una sonrisa y un encoger de hombros. Los días se me agotaban y debía regresar a Oruro. Sabía que el enteógeno existía, pero realmente no tenía pruebas de ello ni testimonio alguno que lo cimentara. Fue el día de mi marcha, después de una cálida despedida con los miembros de esta admirable etnia, cuando, subido en la moto de un joven indio que vivía en Chile, Eloy se me acercó y me dijo, casi al oído: «Existe eso que buscas. Es como una lampaya, pero más pequeña. Es sagrada. Es raro que tú la conozcas. Ten un buen viaje, amigo mío». Y con estas palabras tuve que salir de aquella misteriosa tierra sin haber conocido los secretos de la planta más oculta de la Tierra, pero que aun así existe.